Share This
¿Desenmascarados o descarados?
La máscara permite, como hemos visto en otras entradas, entrar en el juego de la ocultación, la transformación, la impostación e incluso la bipolarización de actitudes y caracteres. Pero ¿Qué pasa cuando se personifica a un desenmascarado que, descaradamente, nos mira a los ojos desde el lienzo en que fue representado?
Es curioso ver actitudes tan altaneras como el de la prostituta de la obra Soir bleu de Hopper, que nos lanza su mirada de forma altiva, insolente, orgullosa de su profesión y por supuesto de su existencia. Es profesional y seguro que efectiva ¿Por qué no va a estar orgullosa? Y así nos lo traslada desde ese segundo, pero en el fondo primer plano, el pintor americano. Hay otras muchas ocasiones en las que el personaje que nos mira, que nos escudriña y nos atrae, no es el personaje principal, ni tan siquiera es un retratado como donante o haciendo un cameo en un tema principal. Puede ser un personaje tangencial, casi imperceptible y en el que los rasgos del retrato se diluyen en pos de la idealización de una personalidad, pero con unos ojos expresivos e inquisitorios que llegan a helar la sangre del espectador. Pienso, ahora mismo, en los diablillos marginales del Apolo y Marsias de José de Ribera, 1637.
En el costado derecho de la versión conservada en Nápoles, hay un grupo de sátiros que se duelen horrorizados del martirio al que está sometiendo Apolo a Marsias. El de la derecha –no puedo remediarlo –me recuerda a Goya, pero el del centro me turba; nos está mirando con desolación, casi encogido en el llanto, pero nos mira cómplice ¿será una postura de falsedad? o simplemente nos llama la atención de que no podemos luchar contra un dios como Apolo. Es más, yo diría que esboza una sonrisa socarrona, que finge, que al final es un infiltrado y que nos incita a pensar que nosotros también somos culpables de la muerte de Marsias por desollamiento.
Hay miradas de dioses que hielan la sangre, no es el retrato de un Dios ¿Quién puede retratar a un Dios?Eso no es algo dado a los hombres, por eso el artista pinta la belleza o la atrocidad que puede ver y sentir a su alrededor. Así, Saturno devorando a un hijo, obra de Francisco de Goya, 1820-1823, siempre me ha resultado un cuadro sorprendente.
Por una parte, es desgarrador ver como el padre consume con agonía los restos ya incompletos de una persona, uno de sus propios hijos –no es lo mismo leer la historia mitológica que ver su plasmación física –pero, por otra parte, lo que realmente siempre me dio pavor fue su penetrante mirada. Una mirada de sorpresa, de haber sido interrumpido en un acto íntimo: el de fagocitar a su descendencia. Es una mirada de estupor, como de no creer que estemos siendo tan impertinentes. Es una mirada casi angustiada por sentir cómo hemos desvelado el secreto de su poder.
Por el contrario, hay Dioses que ni se ocupan de nosotros, que miran distraídos fuera del lienzo y más allá de nosotros, son como malos actores que se distraen si entra un personaje curioso en la sala de butacas. Me refiero al Dionisos del Triunfo de Baco (1628-1629) de Diego Velázquez.
Es un cuadro delicioso con mil detalles internos, que se pueden analizar bajo diferentes ópticas, pero me fascinan las miradas al espectador de los dos personajes de la derecha. Uno posa con sonrisa franca, acaba de terminar su trabajo y lo han invitado a una bacanal, ¡Es feliz! y nos lo muestra. El de atrás, es un pilluelo, es el que ha metido al otro en el jaleo y deja clara su travesura con esa mirada hacia arriba, mientras su gesto es sumiso y complaciente hacia el amigo, al que coge por el hombro, para que salga en el mejor plano; su mirada se delata en complicidad con el espectador. Pero ¿A quién mira Baco? Se ha salido de la escena, no mira al retratista, no nos mira a nosotros ¿Qué pasa a nuestra izquierda que no vemos? Ha entrado alguien tan importante como para que un Dios descuide su trabajo, que en este caso no es más que el de complicarle la vida a los hombres, mostrándoles otras formas de vivir. Es un cuadro formidable ¿Pero quién es quién? Yo sigo intrigado por lo que pasa a mi siniestra mano, no lo puedo ver y parece, muy pero que muy, importante. ¿Estaré junto a Zeus y no soy consciente o será Dionisos que nos ha gastado una de sus trastadas?
Siguiendo en esta línea de Dioses vamos a traer a colación a unos personajes de la corte: las ninfas. En la obra de Rubens Ninfas y sátiros, 1638-1640, del Museo del Prado;
un amable bosquecillo repleto de frutales y una cántara que vierte agua, simbolizando el nacimiento de un río y por tanto la abundancia y la fertilidad, está poblado por estos seres. Por un lado, la sensualidad y la belleza de las ninfas, por el otro, la aberración grotesca e híbrida de los sátiros. Todos disfrutan de la providencial recolecta, todos andan en la tarea con disfrute, solamente dos ninfas se distraen. Una, sentada de perfil con las piernas encogidas, nos mira de frente con una mirada clara y sincera. No se sorprende de que estemos espiando ese momento rutinario de su existencia, quizás nos mira un poco perpleja de ver que nosotros estamos vestidos. Es decir, estamos condenados desde la expulsión del Paraíso, nos acomplejamos y nos cubrimos y ella aún es feliz, algo que comparte con su compañera que vemos frontalmente a sus espaldas, está siendo objeto de las carantoñas de un sátiro y está ligeramente despeinada, nos mira tras su pelo revuelto con complaciente relajación, ha disfrutado o lo está haciendo, solo nosotros estorbamos su cotidianeidad, es decir su felicidad. Nosotros la añoramos y, envidiosos, sufrimos nuestro error al escoger la manzana que nos separó del mundo de los Dioses del Olimpo, por el de un único Dios verdadero y, de ahí, nuestro ocaso.
Quizás sea por eso, por lo que Manet pintó su Le déjeuner sur l’herbe en 1863, hoy conservado en el Musée d’Orsay parisino.
Es como la continuación de la obra de Rubens. Nosotros, los vestidos, los cubiertos por la bendición/maldición divina, hemos conseguido traspasar la ventana del lienzo y somos partícipes de la belleza y la diletante vida de nuestra ninfa. Ella sigue mirando indiferente a los que se han quedado fuera, sigue indiferente a nuestros problemas y nos sigue invitando. Está en un plano superior que le hace no tener miedo, nada la perturba, solo ha cambiado ligeramente la posición de las piernas y se sujeta el mentón mientras nos mira, probablemente preguntándose ¿Por qué se quedan ahí fuera?.
JOSÉ VALLEJO
/ Edouard Manet. Le déjener sur l’herbeen, 1863. Óleo/tela. 207×265 cm. Musée d’Orsay, Paris, Francia.
/ Diego Velázquez. El triunfo de Baco o Los borrachos, 1628-29. Óleo/tela. 165×225 cm. Museo del Prado, Madrid, España.
/ Edward Hopper. Soir bleu, 1914. Óleo/tela. 91,4×182,9 cm. Witney Museum, New York City, EEUU.
/ Pedro Rubens. Ninfas y sátiros, hacia 1615-1638/40. 139,7×167 cm. Museo del Prado, Madrid, España.
/ José de Ribera. Apolo y Marsias, 1637. Óleo/tela. 202×255 cm. Museo de San Martino, Nápoles, Italia.
/ Francisco de Goya. Saturno devorando a un hijo, 1820-23. Técnica mixta. 143,5×81,4 cm. Museo del Prado, Madrid, España.