Share This
Acidia Malinconia
En 1514 veía la luz una de las estampas más sugerentes de la historia del arte, se trata de la Melancolía I de Alberto Durero.
En ella, una figura alada sentada sobre una roca o, lo que es lo mismo sobre la propia tierra, se sostiene la cabeza mediante el apoyo de la mandíbula en una de sus manos. Sus ojos, de aspecto saturnal, parecen penetrar en lo más profundo del pensamiento humano, tanto empírico como teórico. Es sin duda, un fabuloso retrato del temperamento melancólico y en él se establecen ciertas características que más tarde quedarán definidas por escrito en la Iconología de Cesare Ripa, donde la Melancolía se representa como una mujer vieja, sentada sobre una roca que, con ambas manos, se sujeta la mandíbula y acompañada de un arbolillo seco, sin hojas, definiendo del modo siguiente el propio concepto del temperamento:
“En efecto, la Melancolía produce en los hombres los mismos resultados que la fuerza del invierno sobre los árboles y plantas, pues agitándolas con la nieve, vienen a quedar secas, estériles, desnudas, despojadas de todo y sin ninguna belleza. Del mismo modo, no hay nadie que no rehúya y no trate de esquivar, como la cosa más desagradable del mundo, el trato y conversación de los hombres melancólicos, siempre empeñados en poner su pensamiento en las cosas más difíciles o peores, que se hacen para ellos presentes y reales, dando lógicos signos de enormes dolores y tristezas.”
Como vemos, Ripa ha dotado de fisicidad simbólica el concepto para dar un modelo plástico e incluso literario sobre el tema. El personaje sentado sobre la piedra y las manos apoyadas en el mentón, va a ser utilizado continuamente en la pintura, especialmente en la pintura española y más concretamente en la de vanitas, pues en la vanitas es donde el Siglo de Oro va a condensar los elementos melancólicos a través del desengaño, ya que el desengaño barroco puede definirse como una especie de sabiduría que permite al hombre mirar las cosas al margen de su apariencia, indagando sobre su verdadera esencia, adquiriendo un sentido de la duración del tiempo y la insignificancia de los bienes terrenos con su consiguiente menosprecio. Esto nos lleva a esa imagen pensativa, taciturna, en continuo conflicto que se dibuja en la soledad del ser alado de Durero y en la vieja, aislada en el frío invierno de Ripa. Pero es más, no solo los artistas plásticos se hacen eco de esta imagen: la literatura encuentra, en este estado perceptivo, un vehículo fantástico para acercarse a esa otra mirada o forma de ver que supone la reflexión continua sobre la falsedad de las apariencias terrenales que quizás tenga el mejor ejemplo del melancólico en el Caballero de la triste figura, encerrado en su desgracia y en su visión desviada de la realidad, produciéndole esa bipolaridad característica del temperamento. Y es que el desengaño es una especie de melancolía objetiva que se encuentra en una encrucijada trágicamente dolorosa, anterior al “dolor cósmico” del romanticismo, el que se encuentra presente en el poema de Nietzsche.
Así, y en palabras de García Gibert (1997) “La virtud de Cervantes, cuya singular situación generacional le permitió, por otra parte, vivir u comprender sucesivamente tanto la espléndida sublimación de la melancolía renacentista como su dramático significado posterior. Producto de esta síntesis, la melancolía cervantina no se limita a ser –aunque también lo sea- un exponente de la época barroca, sino que la trasciende a su vez, por entero, para convertirse cabalmente en la melancolía específica de la modernidad.”
De donde recogemos la idea mutable de la melancolía y su adaptación al propio ritmo temperamental de cada época, algo que plásticamente podríamos recorrer en imágenes como el retrato que Rafael hace de Miguel Ángel en la Escuela de Atenas de las estancias vaticanas, donde un hombre sentado sobre el suelo, apoyado el codo en una piedra y el mentón sujeto se encuentra en pleno proceso de conflicto interno previo a la creación, es decir tocado por Saturno, embebido y aislado del mundo. En la España del Siglo de Oro la imagen por excelencia serán las postrimerías, siendo La Canina sevillana de Antonio Cardoso de Quirós (1693) el ejemplo más destacado en el que un esqueleto humano que descansa sobre el mundo, reflexiona sujetándose la cabeza con la mano derecha. No puedo evitar contemplar esta imagen y no ver la de otro gran pensador, el de Rodin, un hombre atlético que, sentado sobre una roca, medita con el mentón apoyado en su mano y cuyo origen es ser la figura alegórica que se situaría en el dintel en el centro de las Puertas del Infierno, personificando al propio Dante ante su creado universo, fruto de “la grande tristeza” que él mismo acuñara.